lunes, 28 de octubre de 2013

Sobre las elecciones

¿No sintieron antes, durante y después de estas elecciones esa sensación de desasosiego visceral, profunda y descorazonadora que a veces aparece cuando nos encontramos parados en algo parecido a un barco fantasma? ¿No tuvieron la silenciosa sensación de que hay algo ahí afuera –o mejor dicho, ahí adentro- que es igual hace décadas, quizás hace siglos?

En este país donde reina la paradoja, donde la dicotomía gorila/fanático se lanza con la misma liviandad con la que los partidos políticos se astillan en un centenar de pedazos incongruentes,  siento que el cambio no es sino antropológico.

Al fin y al cabo ¿Quiénes votamos a quienes? ¿Se vota una idea? ¿O a un partido? ¿A un ideal,  quizás?
Porque votamos a un radicalismo que apoya a un peronismo que un grupo de peronistas intenta voltear. Ese radicalismo mientras tanto es repudiado por el… radicalismo, que para no ser menos se alía con el socialismo o con la centroderecha, que al mismo tiempo se proclama peronista. Y en ese merengue aparece una izquierda que al fin logró aliarse con cierto criterio y ya sea por mérito propio o por saber atrapar a quienes no encuentran a quién realmente los represente, hace historia con muy poco, con apenas un ápice de todas las oportunidades que todos los anteriormente mencionados tuvieron. Con una porción ínfima de una torta gigantesca que los glotones ya se repartieron hace rato.

Mientras tanto los que manejan la guita, titulan con grandilocuencia vaticinando el fin de lo que no tendrá fin para dar comienzo a algo que ya comenzó hace demasiado tiempo. O aseguran que todo seguirá adelante y que la gesta recién comienza.

¿Cómo se regula la guita y el poder? Parece imposible. ¡Dejen de querer tener!

Si el cambio no es interno, si no empieza en nosotros, en cada uno, con un fuerte dolor en el plexo solar como un indicador que nos resulte imposible ignorar, la política en este país, en este mundo, probablemente siempre tendrá esas manchas que todos conocemos.

Seguiremos mirando el mismo cielo que surcan aviones cargados con la falopa que trafican los ricos para que los pobres se queden en el molde. Los camiones con bolsines seguirán transitando indolentes las rutas del país. Una nena de 14 años morirá en el más cruel anonimato en algún pozo infecto víctima de un aborto clandestino. 

No pretendo con esto desmerecer el trabajo militante de los diferentes partidos políticos, las convicciones y las ideas. ¡Vaya que hace falta gente con convicciones y buenas ideas! En mi mundo, son más que bienvenidas. Pero permítanme dibujar esta inútil señal de alerta. 

Porque si este es el camino, las manchas de mierda que toda la clase política, sin excepción, utiliza como chivo expiatorio para destacar las falencias de su contrincante, serán cada vez más apestosas.  

Y el desencanto aún mayor. Como el mío y quizás como el tuyo.

Transitemos el camino en el que creemos. El del candidato que elegimos. Hagámoslo con convicción. Pero empecemos a saltar los charcos.

Ya es tiempo.

lunes, 17 de junio de 2013

Claroscuro

El regreso a la pantalla grande de quien para muchos es el primer superhéroe contaba con algunos nombres propios que excedían el del propio Superman. Nombres que sobrevolaban la película y ofrecían un halo de esperanza para un personaje cuya historia en la cultura popular no tenía una película a su altura, un film apoteótico e icónico que hiciera justicia a su trayectoria desde que en 1938 comenzara a desandar aventuras en ese mundo de cuadritos fantásticos llamado historieta.

Con esa responsabilidad sobre sus espaldas aparecía el nombre de Christopher Nolan, director devenido en guionista junto a David Goyer y responsable de hacer quizás la mejor película basada en un personaje de historietas hasta la actualidad (The Dark Knight). La dirección recayó en este caso en el siempre impredecible Zack Snyder, que sin resignar su megalomanía audiovisual, buscaba redimirse ante el público comiquero tras la fantochada de Watchmen.

Sin embargo, en este caso la dupla de guionistas pareciera haber puesto en su lugar al pirotécnico Snyder dejando que el blockbuster surja por momentos, como espasmos, y conteniendo la tendencia salvaje del director de hacerlo explotar todo a lo largo de toda la película. En ese afán, la narrativa se centra durante buena parte en Krypton, planeta que vio nacer al Hombre de Acero y donde se ven las mejores puestas en escena del film.

La estética del condenado planeta recuerda sanamente a la que el guionista y dibujante John Byrne supo imprimir en los cómics con su reconfiguración del personaje en la década del 80. La película vuelve constantemente a esa sociedad que mixtura características de la raza humana con una sociedad regida por tecnócratas que organizaron su mundo echando mano a sus recursos avanzados en manipulación genética para mantener un orden social estricto al que se le puede dar interesantes lecturas. En ese contexto, una guerra civil emerge con el General Zod (Michael Shannon) como líder y un Jor-El interpretado por Russell Crowe que advierte sobre la inminente explosión del planeta, mientras prepara una nave que enviará a su primogénito a la Tierra. Allí, en esas idas y venidas que dan inicio a la cinta, es donde se ve al mejor Snyder, recorriendo Krypton con cámaras dinámicas y una fotografía de bienvenida belleza, que por momentos hacen olvidar que estamos ante una película de Superman.

Así, con apenas algunos cursis, previsibles y aburridos flashbacks a la infancia del héroe en la granja de Smallville, nos encontramos con un Clark Kent adulto, que ha pasado su vida buscándose sin encontrarse del todo y que con 33 años aún no ha terminado de conocer sus poderes. Lejos está esta versión del personaje de la clásica figura de boy-scout bonachón en la que se acostumbra enmarcarlo. Este Clark Kent/Kal-El/Superman es más oscuro, más huraño. Sin ser un Bruce Wayne o un Logan resulta mucho más interesante así. Un héroe herido, volátil, conteniendo siempre la explosión interna, el fuego fatuo que enciende un mundo hostil e injusto que intenta comprender, como todos nosotros, pero con el poder de un Dios latiendo en un puño.

El guión esquiva la enojosa cuestión de la doble identidad. Inteligente, la dupla Nolan-Goyer omite lo que la cultura popular ya conoce, la identidad secreta del periodista timorato oculto detrás de un peinado a la cachetada y unos anteojos de marco grueso. En ese afán obviar el alter ego con todos los clichés que las películas pretéritas y el conocimiento general del personaje han internalizado en el espectador promedio, resulta un acierto. Aquí no hay un Clark Kent corriendo desesperado para cambiarse a supervelocidad en una cabina telefónica. Todos los lugares comunes del imaginario Superman son extirpados para sorpresa del fanático, que se encuentra ante un hombre de acero que rompe el molde, sin romperlo.

Henry Cavill cumple con un buen papel enfundado en las mallas azules (esta vez sin el clásico calzoncillo rojo sobre los pantalones, basándose en el nuevo diseño del traje que el dibujante Jim Lee realizó para los cómics) pero también como el hombre común que busca su origen. Detrás de él aparece un enorme Russell Crowe y un Michael Shannon a la altura del conflicto, con un rostro que mete miedo y no hace extrañar ni por un minuto a Lex Luthor, el gran ausente de esta versión. Floja, muy floja Amy Adams en su papel de Lois Lane, quizás limitada por el inexplicable papel que se le otorga y que hacen sus participaciones soporíferas, restándole ritmo al argumento.

El sello distintivo del explosivo Snyder llega sobre el final de la cinta. Y es ahí donde da rienda suelta a lo que más le gusta y mejor le sale: hacer explotar cosas. Con una baraja muy amplia de recursos técnicos, pone los efectos especiales al servicio de los superpoderes y obtiene así, una lucha bastante decente como corolario de una película que es mucho más que eso, y que demuestra nuevamente la intención de la DC Comics de diferenciarse de las cintas de Marvel, imprimiendo a sus personajes cierto carácter oscuro, que logró con creces en la trilogía de Batman y con altibajos en esta nueva versión de Superman, que sin llegar a ser una cinta épica, logra devolverle al personaje algo de la dignidad perdida.

lunes, 4 de marzo de 2013

La mesa está servida

Es difícil al intentar escribir una reseña de Django Unchained no autoreciclarme. Porque para dar un contexto a esta nueva película de Quentin Tarantino, parece inevitable subrayar el enciclopédico conocimiento que el autor tiene de géneros como el western –y su subgénero más celebrado, el Spaghetti- el cine de artes marciales y la estética de la novela negra y el movimiento blaxploitation, como ya lo hice anteriormente.

Sin embargo, y a diferencia de sus trabajos pretéritos, esta vez Tarantino apuesta a rendir tributo al árido cine de Sergio Leone y Clint Eastwood. Con su particular visión de un universo repleto de etiquetas, quiebra el molde con la descabellada propuesta de un cowboy negro montando en pelo en el segregacionista sur de los Estados Unidos de mediados del Siglo XIX.

Así, con la idea puesta sobre la mesa, despliega nuevamente su arsenal de recursos técnicos y estéticos para dar forma a un cúmulo de ideas originales que transitan un derrotero narrativo ágil y sin fisuras. Un ejercicio cinematográfico que si bien hemos visto en sus anteriores películas, está en este caso trabajado en función de evitar la repetición cíclica, sin que esto signifique renunciar al sello distintivo y ya casi nobiliario del universo Tarantino.

En su película más larga (mas no más ambiciosa) el director recorta con una tijera cuyo filo asomó también en “Inglourious Basterds” un universo paralelo. Como en su anterior trabajo donde un grupo de judíos cazaba nazis en la Francia ocupada, en este contexto un esclavo negro obtiene su libertad y vestido de cowboy mata blancos por dinero y, por supuesto, por venganza, sentimiento que ha emergido casi como un leitmotiv en los guiones del director. Locuras fuera de contexto que hacen a la historia y que gracias a la buena conformación de los personajes, no parecen descabelladas aún siéndolo.

Y ese logro es en gran medida mérito del excelente trabajo individual de los actores. Enorme Christoph Waltz en el papel del doctor King Schultz, un cazarecompensas disfrazado de dentista que destaca no solo por sus finos modales e histrionismo sino también por su particular manera de asesinar gente con una afable sonrisa que acentúa una sangre fría escalofriante. No es casual que se elija siempre hablar de Waltz ante que del Django de Jamie Foxx. Si bien el moreno no desentona es eclipsado totalmente por el austriaco, y también por un Samuel L. Jackson delicioso, caracterizado como un esclavo de 75 años que ha pasado toda su vida bajo al servicio de una familia acomodada y cuya idea segregacionista es tan radical como la del más rancio terrateniente blanco del sur yankee. Un negro que delezna a los negros. Una contradicción antropológica absurda que asusta por su verosimilitud con el (absurdo) mundo real.

Tarantino vuelve a hacer cine con los zapatos (en este caso las botas) del fanático orgullosamente puestas. Vomita en la pantalla la estética distintiva del Western, con planos generales de los interminables e inhóspitos caminos que transitaban caballos y diligencias y una fotografía destacable que por momentos recuerda mucho al volumen 2 de “Kill Bill”, así como el tiroteo en la casa mayor del bastante insípido Monsieur Candie de Leonardo DiCaprio, remite directamente a la épica batalla de Beatrix Kiddo/The Bride con los Crazy 88, en el volumen 1 de la perfecta película que beatificó a Uma Thurman. El inicio de la cinta remite directamente al “Río Bravo” de Howard Hawks y la inclusión de Franco Nero es un guiño para fanáticos acérrimos que disfrutaron de la original “Django” de Sergio Corbucci.

El homenaje a las obras que lo formaron como realizador, vuelve a rendir sus frutos en esta (¿la última?) cinta. Llamado a ser uno de los directores contemporáneos más consecuentes en su trabajo, capaz que atraer al crítico más cerrado y al público masivo en igual medida, en “Django Unchained” Tarantino sirve una mesa repleta de vino rosso y apetitosos spaghettis.

lunes, 28 de enero de 2013

Rescate emotivo

¿Peca Argo por estereotipar Medio Oriente?

Es probable, pero también ejerce desde algún lugar (no demasiado comprometido) un ejercicio denuncista. Debe hacerse cargo también de ser lineal y simplona, con algunos momentos de vértigo que quizás sean previsibles.

Pero sin embargo, con poco, le basta para ser una muy buena película que confirma todo lo que Ben Affleck insinuó en The Town y que lo postula como uno de los directores a seguir atentamente de aquí en adelante.

El sub-género "la lucha norteamericana contra el terrorismo" sigue dándole tela para cortar al séptimo arte. Que no sea bastardeado (como las enojosas políticas del país del norte) dependerá sólo de sus realizadores.

Punto para Affleck.

martes, 22 de enero de 2013

Las heridas del liberalismo

Grata sorpresa. "Killing Them Softly" será un "must see" del cine contemporáneo.

La película esconde detrás de su trama de cine neo-noir, infinidad de líneas ocultas que no admiten un espectador pasivo. Una crítica generada desde el seno mismo del pensamiento neoliberal norteamericano, de los torridos caminos que transita el dinero en tiempos de crisis económica e incluso de la idiosincrasia del ciudadano yankee promedio, son algunos de los condimentos de este experimento que parece amalgamar lo mejor de Scorsese y Tarantino.

Con un guión interesante, un original manejo de cámaras y la intertextualidad utilizada a la perfección, se convierte en un clásico casi inmediatamente. Un cada vez más correcto Brad Pitt, encuentra un ladero genial en la maravillosa interpretación de James Gandolfini.

La música, merece un párrafo aparte, blues de New Orleans y ataques al oído achanchado con bandas como The Velvet Underground. Muy recomendable.