viernes, 14 de enero de 2011

Empatía

“Para mi amor, esto está muy Shangai”
Música para pastillas – Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota

La noción plagada de sentido. El motor de estas líneas. La idea de ser el marco que adorna un objetivo insoslayable. Un pasatiempo, un souvenir.

“País de Nieve” del japonés Yasunari Kawabata, fue una obra representativa para mis delirios literarios mucho antes de los episodios que me llevaron a comprender en su totalidad a Komako, la tan perfecta anti-heroína de la obra. Kawabata construye un personaje tan real como perfecto, que expone sus entrañas al interactuar con Shimamura, un burgués hedonista con tintes bohemios, empujado a una búsqueda perpetua. En su derrotero, Shimamura encuentra a Komako, una geisha de provincia, de montaña, soñadora y virtuosa, y encadenada a los mandatos sociales de un país patriarcal donde trabajar en las posadas termales del interior japonés era casi un sinónimo de prostitución.

Y es sabido que la indignación burguesa comienza en esos “casi”. La esencia de una persona, difícilmente sea percibida por quien antepone ciertas cuestiones socialmente establecidas para crear su enciclopedia personal de estereotipos. Ya no interesa lo real, sino la construcción que nuestro entorno hizo realidad. Y es que hay gente que vive con su propio perfil editorial, donde es mejor no hablar de ciertas cosas.

No obstante, existe algo debajo de ese endeble cascarón, un algo que brilla y difícilmente opaque un halago que se escupe como un chicle sin sabor, por compromiso, para salir del paso tal y como indica el manual de buenas formas que algunos hasta se molestaron en memorizar. Esos halagos pueden ser muy reveladores. Un pasaje de “País de Nieve” me hizo caer en cuenta de ello.

Shimamura: “eres una buena muchacha”
Komako: “¿Por qué dices eso? ¿Qué hay de bueno en mí?”
Shimamura: “Eres una buena muchacha, simplemente”
Komako: “No te burles de mí, no es justo (…) ¿Qué encuentras de bueno en mí?
Shimamura: “Que eres una buena mujer”
Komako: “¿Qué quieres decir con buena mujer? ¿Qué quisiste decir exactamente?”
Él la miró atónito
Komako: “Admítelo, te has reído de mí desde el principio. Eso es todo lo que ha pasado entre nosotros”.

En la novela, Komako había demostrado un virtuosismo inesperado para la música (ejecutaba con pericia el Samisen) y la danza. No obstante, el hombre mundano y sibarita del que se enamoró, antepuso su condición social por sobre su talento, recurriendo raudo al libro gordo del buen actuar burgués y dejando de lado su búsqueda desesperada de alguien que llene un vacio que se antoja snobista, o un alguien que oficie de refugio, como el cielo protector de Bowles.

Sin embargo, la prueba irrefutable de la destreza obliga a una respuesta, porque “lo cortés no quita lo valiente” y según convenga, somos tan buenos monarcas como cortesanos. Entonces llega, la demostración más cabal de la (falsa) empatía, con un halago, un cumplido. De cumplir se trata, entonces cumplamos: “Eres buena. Eres bueno”.

No hablo de un acto maliciosamente premeditado y aplicado con desdén. Me refiero a la influencia del inconsciente al momento de seducir. Al fin y al cabo ¿qué es lo que seduce al otro? Lo que es… o lo que muestra.

Como Komako en la historia de Kawabata, he cometido un error del que no me avergüenzo. Ante la abulia general, ese desierto que aún camino bajo un sol incansable y agotador, he dejado que la nada disfrazada me conmueva. La cáscara, la fachada, una máscara casi perfecta, hizo aflorar mi ingenuidad más adolescente. Y es que el desierto ofrece espejismos. Esas ilusiones a las que estúpidamente nos empecinamos en dotar de sentido. Mientras tanto, el verdadero sentido nos atraviesa el pecho como una daga, a la que observamos indolentes y estúpidos mientras la sangre cae a borbotones.

Nuestra búsqueda está a kilómetros de distancia de la búsqueda del otro. Inocentemente, hemos uniformizado el deseo, el nuestro, el de Komako, el de quienes buscan en el otro una empatía total, un trozo perdido de su propia persona, con el de los Shimamura, para quienes hemos sido el mejor atractivo de su enorme parque de diversiones, durante una búsqueda diametralmente opuesta, en la que se permitieron hacer escala en nosotros, deslumbrados con lo que para ellos son meros espejitos de colores, quizás algún talento, una gracia, un malabar que representa un momento de distensión previo a continuar camino hacia un destino que conocen bien, pero jamás reconocerán. Somos “casi” lo que buscaban. Socialmente incorrectos. No pueden quedarse en nosotros, deben seguir. Así lo indican las formas.

El ciclo es casi paradójico. Mientras lloramos haber descubierto el verdadero rostro debajo de la máscara, el tiempo nos ofrece epifanías a modo de escudo. Nuestra búsqueda se afina. Nos hemos convertido en seres sigilosos y menos vulnerables. La metamorfosis kafkiana se presenta como cierta. No es aterrador, es casi una bendición. Hemos logrado atravesar ilesos el umbral de lo prosaico, estamos preparados para lo que vendrá.

Nos reconocemos diferentes, impiadosos, pensantes, decididos a decodificar esos mensajes que nos engañaron en el pasado. Y apoyados en esos súbitos talentos, nos levantamos.

Y allá vamos.