jueves, 17 de noviembre de 2011

Epifanía

“En cada lugar caerás. Si alguien te abraza lo harás En cada lugar caerás. Si alguien estalla”
Tu orden – L7D

Y aquí, al borde de los 30, luchando con fiereza espartana contra los kilos de más, se me ocurre pensar que el pensar podría hundirme.

Pero inmediatamente después entiendo que vivir atormentado por el deseo de encontrar la totalidad del sentido, podría bien ser una bendición y no una pesada carga. Esa utopía conciente, permite acceder a revelaciones que se presentan en pequeñas dosis, nimias, pero nunca imperceptibles. Aparecen arrolladoras y nos colman, aunque sea por un rato. Activan esa sensibilidad nuevamente, con una energía tan desconocida como efectiva. Y así aflora el recuerdo, aunque duela, tajea la carne con precisión quirúrgica, y deja expuesto eso que nos empeñamos en ocultar. Imágenes mentales me permiten acceder de nuevo al invierno en el que estuvimos cerca sin estarlo realmente.

Así convivo. Jugando al gato y al ratón a la distancia, entre mis pastillas y mis letras, durante mis solitarias incursiones al cine o mientras la sé a miles de kilómetros. Sigo viviendo entre la belleza de las cosas (que ni siquiera lograron ser opacadas por su ausencia) pero siempre cumpliendo la promesa tácita que nos hicimos. La de mantenerme lejos para evitar asustarla. Porque las obsesiones la asustan y esa fue mi etiqueta, un tipo que asusta. Una ironía deliciosa: sus miedos no nos dejaron ser plenos y terminaron por alejarnos para siempre.

Paradoja: ella es representativa no por lo que me dio. Si por eso fuera debería odiarla. Lo es porque con ella pude darme cuenta que soy capaz de sentir. Porque descubrí que todo lo anterior, lo prosaico, lo absurdamente aburrido, eso que pretendía llamar amor, no era más que una mentira burda.

Por eso batallo cada tanto con su fantasma, cuando aparece sonriente, conciente de que le debo algo.

Algo que pago con su corrosiva indiferencia.

jueves, 20 de octubre de 2011

Cowboy de la pampa seca

“Life is what happens to you while you’re busy making other plans”
Beautiful Boy - John Lennon

Juan Minujín se decide a hacer de su primera película un arriesgado y pretencioso experimento. No necesariamente por la manera en la que aborda el lenguaje audiovisual, el uso de la cámara o los recursos cinematográficos, sino más bien por el intrincado personaje que no sólo dirige sino también interpreta.

“Vaquero” nos convida a recorrer el escabroso laberinto mental de Julián Lamar, un actor de 33 años que reniega de un sistema al que desespera por pertenecer. Lo hace en silencio, con la astucia de saberse patético pero la terquedad de no reconocerlo. Así, sus pensamientos traducidos en una voz en off que es la verdadera protagonista de la historia, ponen en evidencia un personaje complejo, oscuro, atrapante.

La paranoia de Julián por sentirse parte del universo snob que delezna se traduce en un in crescendo narrativo. Sin ser vertiginosa, la historia nos lleva por lugares que desnudan aún más sus falencias personales. Sus complejos se traducen en impotencia y la impotencia en inacción. No estamos ante la redención del protagonista, más bien, asistimos a su funeral, uno lento, tétrico e interminable. Deseos, envidias, perversiones, odios, resentimientos y un cúmulo de pensamientos cargados de ironía, violencia y desdén por todo lo que lo rodea, afloran en su mente para ser rápidamente disimulados con una sonrisa falsa o un diálogo superfluo al pasar, delicias de un guión estructurado de manera excelente y concatenado en función del relato.

En esa tónica, “Vaquero” recuerda a la que bien podría ser su hermana mayor “Los Paranoicos” de Gabriel Medina. Sin ser tan lograda, la película da la sensación de aspirar a algo más que simplemente contar una historia, zambulléndose en la mente de su protagonista que no es sino la del propio director. Y es que, ¿cuánto de Minujín –o de Medina- hay en esas ficciones? No me refiero al aspecto creativo, sino más bien al reflejo de una forma de ver ese complejo entramado de relaciones que conforman al universo social y de realizar una introspección a sus propias personalidades.

En ambas cintas, la sensación es que los directores bajan muy profundo dentro de sus mentes buscando un demonio que los atormentó durante todas sus vidas, con el único objetivo de publicar sus entrañas en la pantalla y salpicar con ellas al espectador. Ese cometido, se logra con creces, dejando expuesto en un todo a Lamar/Minujin, el timonel de un viaje fantástico.

El reparto lo completan un Leonardo Sbaraglia al que le bastan algunas líneas para dejar en claro de qué está hecho (y que curiosamente interpreta en la cinta a un actor consagrado que recorre un camino muy similar al de su contraparte, dando forma a una ironía maravillosa) y un Daniel Fanego taciturno, tremendamente expresivo y que sin mucho más que algunas frases inoportunas se convierte en una pieza funcional a la historia. Entre ellos dos emerge Pilar Gamboa, una actriz que rompe el molde y que con una gran participación demuestra que está para algo más que un papel secundario, no sólo por su talento interpretativo, sino por un rostro que refresca una pantalla repleta de estereotipos.

Por todo esto “Vaquero” sea quizás la nueva perla del cine nacional. Sin esas insoportables pretensiones indies tan comunes últimamente, y con una compleja ambición de llevar al espectador a un psicotour por el cerebro de Juan Minujín, actor que al fin se animó a dirigir (tal vez acallando esa perturbadora voz en off mental) y cuyos trabajos futuros, en lo personal, no pienso perderme.

lunes, 22 de agosto de 2011

Carpenter, su cámara y la vigencia de un artista

Desde aquel memorable plano secuencia que da inicio a “Halloween” pasando por obras maestras como “The Fog” o “The Thing”, John Carpenter a demostrado en incontables ocasiones ser poseedor de un conocimiento acabado de todos los recursos que ofrece una cámara. Esto probablemente no sea una novedad, salvo para algunos fundamentalistas quienes consideran que un género bastardo como el terror, termina con el último pochoclo.

¿Pero cómo culparlos? De un tiempo a esta parte, el terror ha sido testigo de bodrios de renombre que probablemente sean los únicos culpables de que un gran director, detrás de una producción de ese género sea subestimado.

Lo cierto es que John Carpenter está de vuelta y en apenas 80 minutos -y un presupuesto mucho menor al que suelen utilizar directores falopa como Zack Snyder, por citar alguno- da una clase práctica de dirección, guión y narración audiovisual.

Sin ser una película descollante, “The Ward” es básicamente un manual de uso de cómo dirigir una película. La utilización de un sinfín de planos -en ningún momento antojadizos- y funcionales a la narración es deliciosa, así como los pasajes que abren la historia, en los que con una cámara en movimiento el director demuestra porque es un cineasta enorme.

La discusión, probablemente se abra a la película como un todo, cuestionando la historia -interesante sin ser necesariamente original- la ambientación y las jóvenes actrices, que sin deslumbrar embellecen la pantalla y acompañan el pulso de la historia. En ese afán, bien podríamos destacar que la cinta recuerda demasiado a dos muy buenos largometrajes de James Mangold, como “Identity” y “Girl, Interrupted”, pero francamente, ante una pieza de dirección tan lograda, todo estos aspectos que en otro momento quizás podríamos blandir como sólidos argumentos, ahora no son más que una mera anécdota.

Es por eso que si tuviese que ponerle un puntaje a esta película, sin dudas, le pondría un diez, puntaje exagerado, pero que oficiaría como un acto de justicia.

Simplemente porque Carpenter merece ese reconocimiento, por seguir demostrando -aunque ahora cada vez más esporádicamente- ser un tremendo cineasta.

viernes, 12 de agosto de 2011

Francisco Solano López | 1928 - 2011

"Me di cuenta de que lo decía para no desalentarme del todo, para que también yo participara de los beneficios de morir peleando."

lunes, 1 de agosto de 2011

Hasta la victoria siempre

Y un día este interminable camino de películas de superhéroes Marvel que nos lleva hacia “The Avengers” llegó a una de sus paradas más esperadas. “Capitán América: El Primer Vengador” se estrenó con una dosis alta de expectativas sobre sus espaldas, sino del público general, al menos de quienes disfrutamos del género fantástico, sobre todo cuando se trata de una extensión natural de un medio de expresión artística largamente subestimado como la historieta.

El “Centinela de la Libertad”, personaje norteamericano por antonomasia e ícono cultural del american way of life llegaba a la pantalla grande tras la hilarante adaptación de 1990, arrastrando probablemente el prejuicio inevitable que generará para el público general un personaje que viste con los colores de la bandera de las barras y estrellas.

Vayamos por partes. ¿Qué se le puede reprochar a este largometraje técnica y estéticamente? Seguramente muy poco. La caracterización del personaje es genial, optando por un traje más bélico que estridente (e incluso mofándose del diseño original en el pasaje donde es utilizado como estrategia de marketing para atraer reclutas) y la reconstrucción de la década del 40 es loable hasta en los detalles. El rodaje en locación evidencia el trabajo riguroso del director Joe Johnston, quien conoce como manejar el género fantástico (la excelente The Rocketeer es una de sus obras) y el reparto cumple correctamente en cada uno de sus papeles, sin que se pueda señalar uno descollante.

Pero lo realmente bueno es que este merengue yankee no empalague. La exacerbación del estilo de vida norteamericano no es el leit motiv del largometraje, que afortunadamente no se convierte en una herramienta de propaganda en ningún momento, marcando sus límites claramente y -como ya dije antes- incluso riéndose de las herramientas utilizadas por el ejército norteamericano en el punto más álgido de la Segunda Guerra Mundial. Punto para la dupla compuesta por Christopher Markus y Stephen McFeely.

Pero quizás el peor error en el que incurre este binomio es en no dotar al Capitán América de la fantástica personalidad que supieron imprimirle en las historietas primero Mark Millar y luego Ed Brubaker. Allí, el personaje es un líder nato, oscuro, proactivo, de pocas palabras y no el pelmazo insoportable que desanda la película revoleando su escudo inexpresivamente.

Ese es el gran problema de la cinta: el Capitán América nunca es el Capitán América. Estamos ante un largometraje sobre Steve Rogers, el debilucho pero valiente americano con la quijada de cristal y los huevos de plomo, y no sobre el Súper Soldado capaz de ganar una guerra con apenas un puñado de hombres leales dispuestos a morir por él, enajenados por su voz de mando. La evolución del personaje no ocurre nunca y eso contribuye a que se marchite con el correr de los minutos.

Y la decepción es aún mayor porque la inclusión de los Howling Commandos y la de un Bucky -que atinadamente no es el sidekick más insoportable de la historia del cómic- es fabulosa. Los personajes respaldan con prestancia al protagonista y son, por lejos, mucho más interesantes a pesar de los pocos minutos en los que ganan el frente de la historia. Hugo Weaving como Red Skull es sencillamente abrumador, si algo le faltaba al rostro de este actor nacido para interpretar villanos, era ser mutado por el arte -sí, el arte- del maquillaje en la calavera escarlata de un megalómano genócida nazi.

Sin embargo, y a pesar de estas cuestiones que están más relacionadas con la adaptación de la viñeta al cine, estamos ante una pieza audiovisual muy lograda, un escalón más arriba que “Thor” o “The Incredible Hulk” pero aún mirando desde abajo a “Batman: The Dark Knight” o “X-Men: First Class”, largometrajes que supieron imprimirle al subgénero "película de superhéroe" un valor agregado largamente esperado.

Ahora, sólo resta aguardar por “The Avengers” luego del seductor after credit, con la esperanza que la voz que haga resonar el mítico ¡Avengers, assemble! sea la de un verdadero capitán, y no la de un soldado raso timorato devenido por casualidad en el encargado de liderar a los héroes más poderosos de la tierra.

martes, 7 de junio de 2011

Políticos mutantes

No queda más remedio que admitirlo. Existen algunas tentaciones en las que, al momento de ser el timonel de una película basada en un comic, los directores suelen caer. El prurito aquel según el cual las historietas de superhéroes continúan siendo un producto para el público infantil/adolescente deriva en que la mala elección de un equipo de producción suela generar una pieza que no hace honor ni por asomo a la obra original. Quizás por eso Frank Miller exigió a Robert Rodriguez ser parte activa del rodaje de “Sin City” y tal vez por el motivo inverso, Zack Snyder destrozó Watchmen, aprovechando el paso al costado de un suspicaz Alan Moore.

Es por eso que me fue inevitable recordar a Snyder al terminar de ver “X-Men First Class”. Y es que Matthew Vaughn pareciera ser el némesis del director de moda del mainstream de Hollywood a la hora de dirigir una película de superhéroes, por lo que la pregunta que se impuso casi de inmediato fue: ¿Qué hubiera pasado si la misma tónica del nuevo largometraje mutante se hubiese aplicado en una cinta como “Watchmen”?... para los desprevenidos, recordemos que Snyder transformó esa maravillosa novela gráfica en un subproducto espantoso, desvirtuando el mensaje central de la historia original para dar forma a una película de acción, tan burda como insoportable.

La nueva película del universo mutante de la Marvel Comics -la quinta de ellas- es por lejos la mejor lograda, ubicándose a una distancia escandalosa de sus predecesoras. Y ahí es justo destacar en primer lugar el trabajo de Matthew Vaughn, que como director y guionista, confirmó todo lo bueno que había insinuado en “Kick-Ass”, operando exactamente a la inversa que Snyder. Es decir, priorizando la historia, la estética y los recursos audiovisuales en pos de la realización de una buena película, independientemente de que se trate de personajes surgidos de uno de los grupos más importantes de la historia del comic.

Vaughn evita ser embaucado por los lugares comunes del género fantástico y construye una cinta sólida, consistente, de soberbios personajes y hasta se anima a ubicarla en un período histórico real, exponiendo los entretelones de los problemas diplomáticos entre los líderes del mundo bipolar durante la guerra fría. Así, y con el conflicto de los misiles en Cuba como marco, coloca mutantes en ambos bandos, dotándolos de papeles fundamentales que exceden largamente el de ser un mero superhéroe colorido y pirotécnico. Estos mutantes, son más políticos que paladines de la justicia. Su batalla pareciera ser más de la pluma que de la espada.

Este guión salda una de las grandes deudas que tuvieron las tres primeras películas de los X-Men: el tratamiento del origen mismo del fenómeno mutante y sus efectos colaterales a nivel social, con la euforia anti-mutante como una metáfora fantástica de problemáticas tan reales como el segregacionismo de cualquier minoría. Pero contrariamente a sus predecesoras, aquí no somos testigos de turbas enfurecidas pidiendo el escarnio público de esta nueva raza. Las diferencias no están “allá afuera” sino que comienzan a delinearse en la mente misma de los personajes principales: Magneto, el megalómano con el mote autoimpuesto de “homo superior” para diferenciarse de una raza humana a la que delezna, y Charles Xavier del otro lado, un telépata experto en genética que cree profundamente en la convivencia pacífica y la integración de ambas razas.

Michael Fassbender y James McAvoy, son los encargados de interpretar a estos dos mutantes originales. Y es justicia afirmar que cumplen roles encomiables sin necesidad de hacer uso y abuso de las luces de colores. Junto a ellos, Kevin Bacon sorprende con su soberbia interpretación de Sebastian Shaw y más atrás el resto del reparto no desentona, siempre eludiendo la postura del superhéroe plástico, apolíneo, omnipotente y embutido en leotardos. En ese afán, cumple un rol fundamental la decisión de darle a la fotografía un tono oscuro, casi frío y antagónico a lo que marca el manual del (mal) género fantástico y permitir que los trajes ya no sean del brilloso látex de rigor, sino más bien la indumentaria de un alpinista, con cremalleras y mosquetones a la vista y un diseño simple pero logrado.

La inclusión del Hellfire Club es también un acierto. El argumento prescinde de un enemigo único y opta por este club social de mutantes de la alta sociedad para medir las fuerzas de los novatos aspirantes a héroes. Y por medir fuerzas, nuevamente debemos olvidarnos de la concepción básica del cine superheroico. Aquí, los X-Men no se limitan a disparar sus rayos de energía contra el rival a vencer. La propuesta es mucho más compleja, mostrando personajes que utilizan sus habilidades para inmiscuirse en temas de Estado buscando satisfacer sus propios intereses. El entramado político de las potencias durante la Guerra Fría, es entonces manipulado por estos villanos modernos, que en sus actitudes, se antojan demasiado reales para tener poderes como la teletransportación o la absorción de energía.

En resumidas cuentas, “X-Men First Class” es una luz de esperanza en las adaptaciones al cine de clásicos del noveno arte. En tiempos donde las exigencias del mercado permiten que se lleve a la pantalla grande a los personajes más irrisorios, esta película arroja luz sobre el aluvión de largometrajes que se vienen y marca un saludable camino que deberían seguir los directores/guionistas venideros. Esos que como Snyder, entienden todo sobre la ciencia ficción audiovisual, pero nada sobre un medio de expresión artística tan noble como la historieta.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Rayos y centellas

Hay que convenir, antes de comenzar a discutir cualquier cuestión relacionada con la película, que Thor fue un personaje malparido. Y que esto no suene peyorativo, porque Stan Lee y Jack Kirby (deidades del noveno arte) tomaron la figura del dios nórdico y alteraron algunas cuestiones básicas de su origen mitológico en lo que pareciera haber sido un intento de dotarlo de un entorno superheróico según mandan los libros, con un medio hermano malvado como némesis y otras artimañas de esas que el rey Lee conoce a la perfección.

Así que, si se modificaron cuestiones básicas de la mitología escandinava para la creación del “Dios del Trueno” que hace 50 años desanda sus aventuras en ese mágico universo de viñetas, sería hipócrita criticar las licencias que los creadores de la película se toman para la conformación del personaje que encarna Chris Hemsworth. La película, atinadamente, narra un origen general evitando aburrir con vericuetos que estanquen el argumento. Esto quizás no sea bien visto por el fanático acérrimo, que no obstante deberá admitir que es un acierto de la producción.

El resto de la película, son rayos y centellas. Durante dos horas, asistimos a una cinta no demasiado iluminada, pero curiosamente, terriblemente divertida. El guión se encuentra plagado de guiños para los fanáticos y de gags tan graciosos como inesperados. En ese afán, recuerda a sus hermanas gemelas, “The Incredible Hulk” y “Iron Man” aunque estas sean producciones a las que mira de un escalón más abajo. La corrección que el argumento de J. Michael Straczynski (responsable de historias interesantes en varios títulos Marvel) evidencia, sufre horrores sin embargo, ante la liviandad a la que se somete a los personajes más interesantes de la historia.

Y es que resulta una pena como se desperdicia el potencial de un personaje fantástico como Loki. El "Dios del Engaño" apenas elucubra algunas conspiraciones que lejos están de esas artimañas de ajedrecista que lo hicieron en el comic un verdadero artista de la trampa. Anthony Hopkins se muestra apenas interesante como un Odín de pocas apariciones y el resto del reparto (Natalie Portman incluida) resulta abúlico, perezoso y simplón, no por sus interpretaciones, sino más bien por una historia que por momentos pareciera escrita a las apuradas.

Es así que el guión destaca por sus momentos de un humor preciso y efectivo, y por la avalancha de recursos técnicos al servicio de los efectos visuales, y no por una historia bien elaborada y sostenida en sus buenos personajes.

El resultado es un producto para pasar el rato, distenderse y sacarse el gusto de ver a un nuevo personaje de la Marvel en la pantalla grande, con la esperanza que este camino de luces y sombras que conduce hacia la superproducción “The Avengers” desemboque en una cinta a la altura de la circunstancias, y no en un flácido subproducto pochoclero.

viernes, 14 de enero de 2011

Empatía

“Para mi amor, esto está muy Shangai”
Música para pastillas – Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota

La noción plagada de sentido. El motor de estas líneas. La idea de ser el marco que adorna un objetivo insoslayable. Un pasatiempo, un souvenir.

“País de Nieve” del japonés Yasunari Kawabata, fue una obra representativa para mis delirios literarios mucho antes de los episodios que me llevaron a comprender en su totalidad a Komako, la tan perfecta anti-heroína de la obra. Kawabata construye un personaje tan real como perfecto, que expone sus entrañas al interactuar con Shimamura, un burgués hedonista con tintes bohemios, empujado a una búsqueda perpetua. En su derrotero, Shimamura encuentra a Komako, una geisha de provincia, de montaña, soñadora y virtuosa, y encadenada a los mandatos sociales de un país patriarcal donde trabajar en las posadas termales del interior japonés era casi un sinónimo de prostitución.

Y es sabido que la indignación burguesa comienza en esos “casi”. La esencia de una persona, difícilmente sea percibida por quien antepone ciertas cuestiones socialmente establecidas para crear su enciclopedia personal de estereotipos. Ya no interesa lo real, sino la construcción que nuestro entorno hizo realidad. Y es que hay gente que vive con su propio perfil editorial, donde es mejor no hablar de ciertas cosas.

No obstante, existe algo debajo de ese endeble cascarón, un algo que brilla y difícilmente opaque un halago que se escupe como un chicle sin sabor, por compromiso, para salir del paso tal y como indica el manual de buenas formas que algunos hasta se molestaron en memorizar. Esos halagos pueden ser muy reveladores. Un pasaje de “País de Nieve” me hizo caer en cuenta de ello.

Shimamura: “eres una buena muchacha”
Komako: “¿Por qué dices eso? ¿Qué hay de bueno en mí?”
Shimamura: “Eres una buena muchacha, simplemente”
Komako: “No te burles de mí, no es justo (…) ¿Qué encuentras de bueno en mí?
Shimamura: “Que eres una buena mujer”
Komako: “¿Qué quieres decir con buena mujer? ¿Qué quisiste decir exactamente?”
Él la miró atónito
Komako: “Admítelo, te has reído de mí desde el principio. Eso es todo lo que ha pasado entre nosotros”.

En la novela, Komako había demostrado un virtuosismo inesperado para la música (ejecutaba con pericia el Samisen) y la danza. No obstante, el hombre mundano y sibarita del que se enamoró, antepuso su condición social por sobre su talento, recurriendo raudo al libro gordo del buen actuar burgués y dejando de lado su búsqueda desesperada de alguien que llene un vacio que se antoja snobista, o un alguien que oficie de refugio, como el cielo protector de Bowles.

Sin embargo, la prueba irrefutable de la destreza obliga a una respuesta, porque “lo cortés no quita lo valiente” y según convenga, somos tan buenos monarcas como cortesanos. Entonces llega, la demostración más cabal de la (falsa) empatía, con un halago, un cumplido. De cumplir se trata, entonces cumplamos: “Eres buena. Eres bueno”.

No hablo de un acto maliciosamente premeditado y aplicado con desdén. Me refiero a la influencia del inconsciente al momento de seducir. Al fin y al cabo ¿qué es lo que seduce al otro? Lo que es… o lo que muestra.

Como Komako en la historia de Kawabata, he cometido un error del que no me avergüenzo. Ante la abulia general, ese desierto que aún camino bajo un sol incansable y agotador, he dejado que la nada disfrazada me conmueva. La cáscara, la fachada, una máscara casi perfecta, hizo aflorar mi ingenuidad más adolescente. Y es que el desierto ofrece espejismos. Esas ilusiones a las que estúpidamente nos empecinamos en dotar de sentido. Mientras tanto, el verdadero sentido nos atraviesa el pecho como una daga, a la que observamos indolentes y estúpidos mientras la sangre cae a borbotones.

Nuestra búsqueda está a kilómetros de distancia de la búsqueda del otro. Inocentemente, hemos uniformizado el deseo, el nuestro, el de Komako, el de quienes buscan en el otro una empatía total, un trozo perdido de su propia persona, con el de los Shimamura, para quienes hemos sido el mejor atractivo de su enorme parque de diversiones, durante una búsqueda diametralmente opuesta, en la que se permitieron hacer escala en nosotros, deslumbrados con lo que para ellos son meros espejitos de colores, quizás algún talento, una gracia, un malabar que representa un momento de distensión previo a continuar camino hacia un destino que conocen bien, pero jamás reconocerán. Somos “casi” lo que buscaban. Socialmente incorrectos. No pueden quedarse en nosotros, deben seguir. Así lo indican las formas.

El ciclo es casi paradójico. Mientras lloramos haber descubierto el verdadero rostro debajo de la máscara, el tiempo nos ofrece epifanías a modo de escudo. Nuestra búsqueda se afina. Nos hemos convertido en seres sigilosos y menos vulnerables. La metamorfosis kafkiana se presenta como cierta. No es aterrador, es casi una bendición. Hemos logrado atravesar ilesos el umbral de lo prosaico, estamos preparados para lo que vendrá.

Nos reconocemos diferentes, impiadosos, pensantes, decididos a decodificar esos mensajes que nos engañaron en el pasado. Y apoyados en esos súbitos talentos, nos levantamos.

Y allá vamos.