jueves, 1 de octubre de 2009

La venganza será terrible

"Revenge is a dish best served cold...”
Kill Bill volumen 1


Es difícil imaginarse a un director que no vea cine. Como es complicado también, entender a un músico que no consume discos. Sin embargo, esta gente existe. El arte presenta estas paradojas que no están relacionadas necesariamente con la calidad del trabajo del artista. La melomanía de John Mayall o Bob Dylan, podría contraponerse -en teoría- con una actitud abúlica de quien, por muy prolífico, eluda esos cánones que imaginamos empapados de lógica.

No es el caso de Quentin Tarantino, quien demuestra película tras película un conocimiento enciclopédico de la cultura estadounidense, de las características estéticas de géneros como el Spaghetti Western o el cine oriental de artes marciales y de los recursos inherentes a la novela negra norteamericana.

En “Bastardos sin Gloria” vuelve a poner su cinefilia al servicio de la película. A pesar de sus intención confesa de abandonar ese carácter recopilatorio de las películas que influyeron en su trabajo como director, regresa como en un arcoreflejo a lo que a esta altura ya son estigmas audiovisuales para él, y esos detalles, le juegan a favor, actuando como una suerte de marca registrada de un director al que se le podrán cuestionar muchas cosas, pero que indudablemente ha propuesto una original manera de hacer cine con el fanatismo por el séptimo arte como principal combustible.

En su última película, Tarantino se aleja de varios puntos comunes de sus trabajos pretéritos. La narración cronológicamente desordenada, el uso de los recursos del movimiento “blaxploitation” (evidenciado en la banda sonora) y una ambientación que lo saca de ese entorno urbano contemporáneo que tan bien le sienta. La cinta propone una visión alternativa de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto Judío -temas tratados en la pantalla grande hasta el hastío- y con ese escudo, el director moldea la historia a su antojo. Como en los cómics “Elseworld” de la DC se convierte en el titiritero de una historia ya escrita. Así, coloca a su grupo de despiadados soldados judíos a matar nazis en la Francia ocupada, comandados por un Brad Pitt de saliente quijada, modales toscos y un marcado acento yankee sureño. La película avanza entonces, de venganza en venganza, justicia poética propuesta por un director que sabe que botones apretar para que sus mentados excesos pasen de lo grotesco a lo gracioso, sin dejar de ser grotescos (como un judío norteamericano reventándole la cabeza de un batazo a un jerarca nazi, uno no puede evitar volver la mirada, repudiando el acto mientras lo aprueba).

Pero todo esto es anecdótico. La historia es sólo una pieza secundaria, un subterfugio con el que Tarantino hace lo que más placer le produce: despuntar el vicio dando rienda suelta a su incontrolable cinefilia. A tal punto, que se da el gusto de dar una subliminal clase de la evolución técnica del cine y sus recursos, explicando a fuerza de explosiones, porque se pasó del nitrato, al acetato de celulosa como compuesto para la película de cine.

El reparto, encabezado por Pitt, es devorado con total justicia por el absolutamente genial personaje de Christoph Waltz: Hanz Landa. Carismático, impiadoso y terrorífico, se transforma en un perfecto estereotipo de la locura nacional socialista. Su interpretación roza la perfección y monopoliza el personaje, hablando en cuatro idiomas distintos a lo largo de la película y sosteniendo el valor agregado de su poliglotía con un altísimo nivel interpretativo. Detrás de él, ninguno de los actores pareciera hacer agua, pero claro, siempre a espaldas de Waltz.

Tarantino se supera a sí mismo. Sin generar una película superior a Pulp Fiction o Kill Bill vol.1, se atreve a recrear los '40 (ya lo hizo con los '70) y se anima a filmar en locación (en Berlín y un pequeño pueblo alemán cercano a la frontera Checa) escapando del montaje y la digitalización extrema.

Con herramientas que conocemos, pero que utiliza en función de una película que hace más nutritivos sus pergaminos, logra hacer real su sueño imposible, desangrando lenta y dolorosamente al Tercer Reich, carcomiendo su núcleo con una masacre cinematográfica. Se ríe de la historia, estruja las reglas documentales y pone su arte al servicio de la cruel de las venganzas.